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11 agosto, 2008

Kafka al padre


A propósito de Kafka en la orilla, de Haruki Murakami.
“El día de mi decimoquinto cumpleaños me escapé de casa, me marché a una ciudad desconocida y empecé a vivir en un rincón de una pequeña biblioteca. Quizá parezca un cuento de hadas. Pero no lo es”. Quien así habla es Kafka Tamura, el protagonista de Kafka en la orilla (Tusquets editores), una de las últimas obras traducidas entre nosotros de Haruki Murakami (Tokio, 1949), autor de “Tokio blues” (Norwegian wood) y “Crónicas del pájaro que da cuerda al mundo”, entre otros títulos. Es en Takamatsu, a casi 700 km. de Tokio, donde Kafka finalmente recalará para sumergirse en los textos de la Biblioteca Conmemorativa Kômura, solventada por una rica y tradicional familia japonesa y especializada en textos tanka y haiku. Algo de la novela de aprendizaje se filtra en la mochila de Kafka, y aunque su aventura en menor medida es interior, agrega lo necesario para salir al mundo: un discman MD de Sony, pilas recargables, compactos, anteojos negros, el teléfono móvil del padre, dinero, poca ropa pues no va al frío. Kafka tiene quince, aunque parece de diecisiete. La decisión de irse de la casa no es fortuita u ocasional, se ha preparado largamente, hasta en lo físico. Su incursión en el mundo adulto supone alejarse primeramente del padre –vínculo kafkiano, no burócrata pero sí escultor que entiende que su hijo repetirá la tragedia clásica del Edipo- y en parte emular los pasos de su madre y hermana, quienes también se marcharon cuando él era muy joven. Al modo clásico, su amigo Cuervo, guía y protector, lo prepara en esto de cruzar el Aqueronte para salir al mundo.
Un lenguaje terso, demorado y apaciblemente poético, acompaña las jornadas de Kafka Tamura, en tanto nos va dando cuenta de la profecía paterna que, entre sueños, parece cernirse sobre él: “La profecía siempre está allí, como las aguas de un negro secreto. Por lo general, se ocultan silenciosas en profundidades desconocidas. Pero a veces se desbordan sin palabras y empapan, heladas, cada una de tus células (…) Cuando buscas el silencio, sólo encuentras una voz que te va repitiendo incesablemente la profecía”. La paradoja del mundo moderno atisbada por Kafka (esa zarza inextricable), tiene en Tamura un contendiente dócil. En la fábula, salir al mundo es comenzar a recrear sentidos dormidos, subyacentes. O perderlos para que otros, desconocidos, surjan.
Es lo que le ocurre –en la otra orilla- a Satoru Nakata, de quien sabemos primero a través de informes confidenciales desclasificados en 1986, por el ministerio de Defensa de EE.UU. Intercalados a la historia de Kafka, Murakami expone las grabaciones de testigos del caso Satoru Nakata en estos informes, quien en 1944, y siendo un niño, sufre junto a otros escolares un raro incidente en medio del bosque luego de presenciar colectivamente “una luz de extraña belleza en el cielo”. Los escolares se desvanecen –salvo la tutora Setsuko, ella no-, pero, al cabo de varios minutos, se recobran sin ningún problema o secuela. Satoru no, él permanece en un “extraño olvido de sí”, ajeno por completo a los intereses del mundo. Luego del fulgor (Hiroshima es un hongo, crece bajo los árboles de la memoria) Satoru ya nunca será la misma persona: junto al olvido de sí que impone la pérdida, ha obtenido el extraño e inquietante don de comunicarse con los gatos. Muchos años después de este incidente, su vida –como la de Kafka- también confluye en la Biblioteca Conmemorativa Kômura. Y allí se encuentran el joven de quince y el hombre de sesenta. Entre ambos, un personaje misterioso: la Señora Saeki, encargada de la biblioteca, intermediaria de mundos afectivos.
Cargada de lirismo, la novela es un largo y sensual derrotero en pos del tiempo perdido. “A mí –dice Kafka-, desde que era pequeño me han ido robando muchas cosas, muchas cosas valiosas. Y ahora tengo que recuperarlas, aunque sólo sea una parte de ellas”. Pero la Señora Saeki es algo más para el joven Kafka, y ese vínculo premonitorio de los sueños, sino trágico y clásico alentado por el padre, tendrá otra lectura en la biblioteca de Takamatsu. Lo que pueden percibir los gatos no se da en palabras; lo que puede intuir un hijo, tampoco. Kafka en la orilla es una visión y una magistral parábola acerca del conocimiento y el instinto, un cuadro que el joven Kafka guardará por siempre a su regreso a Tokio. Volverá a la escuela, pero es más lo que ha aprendido en su viaje y en sus ambulaciones oníricas. Entre los sueños y por los sueños, precisamente, la Señora Saeki le dice al joven: “Quiero que tu te acuerdes de mí. Si tu me recuerdas, no me importará que el resto del mundo se olvide de mí”. Una fábula que nos cuenta que las pérdidas no siempre son irreparables –aunque lo sean-, si mantenemos abiertos los sentidos y comenzamos a percibir un poco más allá de nuestras orillas. Sin sensibilidad no hay aprendizaje posible.
En el año 2005, esta monumental obra del artesano Murakami fue proclamada por el New York Times como la mejor novela del año. Tres años después, como vaticinio, no es muy aventurado afirmar que lo seguirá siendo por algunos más.

2 Comments:

Blogger Mucha said...

Tanto tiempo sin visitarte te encontré de nuevo de casulidad y ¿sabés? me siguen gustando tus escritos

6:59 p. m.  
Blogger Gabriel Báñez said...

Mucha, gracias y por supuesto gracias muchas. Te leo y abrazo en amistad.

6:20 p. m.  

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