Desparpajo y libertad
La cisura de Rolando empieza con el niño Rolando diciendo –mejor dicho, escribiendo- que si escribe es porque no puede hablar, es la mudez que padece la que lo lleva a anotarlo todo. Pero este reemplazo no es para nada inocente (al leer la novela es inevitable preguntarse cuán inocente es Rolando): en uno de los primeros capítulos el narrador refiere un hecho que lo marcará para siempre. Un día su madre descubre, leyendo sus anotadores, que el padre de Rolando le es infiel. El descubrimiento provoca una escena de violencia doméstica que decide a Rolando a “torcer los detalles de las cosas verdaderas” en sus próximas anotaciones.
Sobre esta propuesta de incertidumbre se erige esta novela de Gabriel Báñez, ganadora del Premio Internacional de Novela Letra Sur, una suerte de autobiografía en la que se intercalan –en un tono que oscila entre el cinismo más feroz y la ternura más gélida-, experiencias iniciáticas, peleas familiares y experimentos electromagnéticos para conquistar mujeres con reflexiones acerca de la condición humana y del lenguaje. Pero esto es hasta la primera mitad, ya que para la segunda mitad la novela pega un salto inesperado: pasan treinta años, durante los cuales Rolando pudo hablar. Entonces, tras un divorcio y presa de la crisis de la mediana edad, Rolando empieza a hacer terapia con un excéntrico psicoanalista. Si bien desaparece el silencio, en Rolando el malestar persiste, su único motivo en la vida pasa a ser la posibilidad de tener un diálogo infinito –pero absurdo- con Moran.
Báñez, escritor platense de larga trayectoria, más interesado en escribir que en convertirse en una estrella literaria, exhibe un desparpajo y una libertad en su prosa que elevan a La cisura de Rolando muy por encima de la mediocridad que acostumbran las novelas ganadoras de concursos literarios.
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