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25 mayo, 2009

Un cuñado muy menor

Es curioso cómo el mundo de las máscaras puede incomodar a ciertas personas del mundo político, del campo político, del ambiente político, del círculo ¿virtuoso? de la política. Máscara significa persona y entre una y otra no media distancia. O sí: el tenue recorrido que puede establecerse entre imagen y eso controvertido llamado tan realidad. Aunque en rigor no la hay: hoy la realidad es imagen. Nada que diferenciar, menos que escindir. La “trama del ocultamiento” ha dejado de ser en los medios, ni siquiera cuenta.
¿Por qué, entonces, la incomodidad? En el pueril Gran Cuñado que ha reflotado Marcelo Tinelli, un brillante gerenciador de la popularidad como lugar común, aparecen algunos personajes del, llamémosle, espectro político del país. Eso: un espectro. Y el fantasma mediático de la representación lo expone con la fuerza del imago en las pantallas. Es lo que hay, diría la voz directa de la calle. El burlesque, caricatura mediante, desnuda a los personajes con giros, frases, recursos gestuales que reiteran hasta el hartazgo lo conocido, lo evidente. Pero la evidencia no es mostrar, obvio, sino exagerar. El trazo grueso, la nota recursiva hasta el hartazgo. De esa pobrísima representación, casi un jam de la banalidad, nada, muy poco para destacar. Tan sólo el maquillaje. Y algo de baile.
¿Qué puede incomodar entonces? ¿Y quién o quiénes se incomodan? Parece incomprensible. Farsa que ni siquiera distorsiona, la escolar galería de Gran Cuñado resulta sin embargo una prueba de tolerancia para algunos. Difícil de digerir. No se entiende. Máscaras que son personas, la caricatura –diría el maestro Menchi Sábat- es arte del silencio. También del trazo fino, sutil, irónico. De lo que carece este débil Gran Cuñado. Mejor callar, ponerse una venda en los labios. O en los ojos, saberse nominado. Porque siempre, conviene recordar, la imagen es anterior a los votos.