El Cabo de Hornos tiene la figura de un león dormido, dicen. La leyenda agrega que cuando el mar está encrespado, el león se despierta y agita la melena entre el oleaje. Pero hoy duerme, felizmente. El barco gira despacio y se inclina a estribor. A babor recibe las primeras corrientes del Pacífico, el cambio se siente. En medio de la soledad, la figura del promontorio impacta: desnudo, altivo. Bajo el casco, aseguran los tripulantes, hay un cementerio de embarcaciones. Son las últimas estribaciones de la cordillera de los Andes hundiéndose en el océano. De perfil, se divisa la bandera chilena en lo alto del islote que antecede al león. Un poco más allá, la casita que da refugio a la única familia. Son chilenos, un matrimonio y la hija. Habitan ese desolado peñón tres meses al año únicamente. Igual es demasiado. "El Pacífico no tiena nada de pacífico", dice alguien. Cierto, al suroeste del estrecho de Magallanes se han visto las peores tormentas marinas. Estamos en el fin del mundo, la puerta de entrada a las tierras heladas de la Antártica, como dicen en Chile a la Antártida. El pasaje Drake. Luego del giro de compás, el capitan convoca a la ceremonia de bautismo. Es tradición después del cruce: se le debe arrojar agua helada en la cabeza a pasajeros y tripulantes. Escapo a popa, tengo un oído tapado y pocas ganas de circo. La pregunta que uno no deja de hacerse es cómo han hecho los cientos y cientos de navegantes ingleses y holandeses, en su mayoría, para internarse por estas aguas en las condiciones más precarias de navegabilidad, casi sin instrumentos. Asombra. El viento está relativamente calmo: 28 nudos. Subiendo, después de dejar la estrecha Ushuaia, se llega al canal Beagle. Atravesarlo son varias horas, entre 9 y 12, según las condiciones. Pero las aguas se calman, del sector chileno se suceden varios glaciares -todos con nombres internacionales: "Holanda", "Italia", "Francia", "Alemania", "España"- y se arriba al otro día a la mítica ciudad de Punta Arenas. Hay alguien a quien quiero entrevistar en esta bella y extendida población portuaria, colmada de historia y leyendas sobre el oro nazi. Se llama Nancy y, me aseguraron, conoce la ruta del oro. Pero no la ubico. Un día después atravesamos el estrecho de Magallanes, toda la noche navegando. Hay sectores donde los farallones y promontorios angostan el paso, dificultando la navegación. El nombre es exacto. Luego, al otro día, mar abierto nuevamente y por último los fiordos chilenos: cadenas montañosas y de acantilados que por tramos caen abruptamente en profundidades que van de los 80 a los 180 pies. El agua es oscura, brillante. El barco se desliza lento. Por la inclemencia del tiempo queda pendiente la región antártica, la isla Rey Jorge. Los gomones no llegan. Será para otra vez.
Al otro día, a la tarde y en cubierta, el tripulante antillano me ve anotar y se me acerca, intrigado. Le explico que apunto detalles, para no olvidar. "No photo?", pregunta. "Algunas", digo. Sonríe y se queda pensativo, con la mirada en el agua. Está muy lejos de las Antillas, pienso. Luego me digo que tal vez no, quién sabe. Mucha gente ha hecho de un barco su patria flotante.
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