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EL CIRCO NUNCA MUERE

EL CAPITAN TRES GUERRAS FUE A LA GUERRA

HACER EL ODIO

29 junio, 2009

Gracias por escribir, Peña


Gracias por volar conmigo (Sudamericana) es el título del libro que Fernando Peña dejó como un saludo al aire para sus lectores. Acaso porque Peña fue eso, un escritor volátil, sin obra (en el sentido más tradicional del término), que empezó con algunas frases y personajes en pleno vuelo y terminó con notas en caída libre, franca, desde su columna en "Crítica". Podía herir y conmover, una o dos frases le bastaban para poner en picada su histrionismo aleve, corrosivo, siempre tierno. De sus notas, una expresión al vuelo, de la mejor y más provocativa escritura: “No soy gay, soy un puto sufrido”. ¿La escribió o la dijo? No importa. El género Peña empezó por los altavoces de American Airlines como comisario de a bordo y esa frase bien podría resonar en los labios de Truman Capote o en la voz metálica de un descenso que ordena “ajustarse los cinturones”. Peña era turbulento y su turbulencia se hacía letra: despótica, genuina, hiriente, anárquica. Hay una escritura que sufre en Peña y si eso es ser “puto”, como repetía, la validación correspondiente debería ser la de una “escritura puta”.
En Gracias por volar conmigo aparece tan sólo una parte de su historial verborrágico, el anecdótico, pero es más que suficiente para poner a prueba su versatilidad de improvisador y su intacta angustia. Dolor y palabra siempre en el borde, como su sitio web (enelborde.com), que empujaban un poco más allá de lo permitido: humor entonces, linde y desesperación. Acaso por ello, más que sus personajes, Peña fue verborrea de la que pueden desprenderse definiciones sensatas, brutales: “La vida es como Flavia Palmiero... Linda y puta”. O esta otra: “Me trasformé en un burgués de mierda que tiene todo lo que quiere”. Una de las que más se le recuerdan: “A Susana (Giménez) la mato yo”. La última y más genuina, quizá: “Soy un fabricante de putos”. Sin embargo, por encima de sus bofetadas rutilantes, había un narrador en estado salvaje, sensible hasta la exasperación, que cuenta, que sabía contar en aparente estado apacible, incluso: “Cristina, mucho gusto. Mi nombre es Fernando Peña, soy actor, tengo 45 años y soy uruguayo. Peco de inocente si pienso que usted no me conoce, pero como realmente no lo sé, porque no me cabe duda que debe de estar muy ocupada últimamente trabajando para que este país salga adelante, cometo la formalidad de presentarme. Siempre pienso lo difícil que debe ser manejar un país... Yo seguramente trabajo menos de la mitad que usted y a veces me encuentro aturdido por el estrés y los problemas. Tengo un puñado de empleados, todos me facturan y yo pago IVA, le aclaro por las dudas, y eso a veces no me deja dormir porque ellos están a mi cargo. ¡Me imagino usted! Tantos millones de personas a su cargo, ¡qué lío, qué hastío! La verdad es que no me gustaría estar en sus zapatos. Aunque le confieso que me encanta travestirme, amo los tacos y algunos de sus zapatos son hermosísimos. La felicito por su gusto al vestirse. “Mi vida transcurre de una manera bastante normal: trabajo en una radio de siete a diez de la mañana, después generalmente duermo hasta la una y almuerzo en mi casa. Tengo una empleada llamada María, que está conmigo hace quince años y me cocina casero y riquísimo, aunque veces por cuestiones laborales almuerzo afuera. Algunos días se me hacen más pesados porque tengo notas gráficas o televisivas o ensayos, pruebas de ropa, estudio el guión o preparo el programa para el día siguiente, pero por lo general no tengo una vida demasiado agitada…”, le escribió en carta abierta a la Presidenta de los argentinos desde su columna. Fue a raíz del recordado exabrupto con D’Elía. En esa nota, además de la bronca encendida que viene después de su presentación “formal” (ironía de ironías ponerle comillas a un formal de Peña), el narrador deja espacio para la cordial invocación: “Quiero creer, Cristina, que Luis es solamente un loco lindo que a veces se va de boca como todos. Quiero creer que es tan justiciero que en su afán por imponer justicia social se desborda y se desboca…”
Signo de mordacidad de un relato que resume su acto de fe, el recorte de una lectura justiciera para ese cronista que también llevaba sus memorias a contracorriente. Las escribía a la noche, de madrugada, como tatuajes en la cabeza: algunos podían verlas, otros no. Demasiado visibles, sólo él las interpretaba. Es que este Peña en exposición era también y, sobre todo, un formidable escritor ausente, una figura de autor del espectáculo que se autoexcluía, mejor dicho, sin tomarse nunca en serio. Suerte para sus lectores en foro. Exonerado de las letras, no habrá dejado mucho libro impreso, pero sí algunas heridas en check in que él lograba travestir con la anuencia de un estilo brutal, delicado, imprevisible siempre. Gracias por volar con nosotros, Peña, y gracias por escribir cosas tan sencillas y rotundas como ésta: "Antes de ayer me tocó otra vez bailar con la muerte de cerca. Se murió el padre de un amigo y me sacó a la pista. Decí que soy ducho ya en la danza..."

23 junio, 2009

Merci, mes amis!


Argentina en la Feria de Frankfurt 2010
El programa “Sur” de apoyo a las traducciones sigue sumando títulos. Se traducirán La ciudad ausente, de Piglia (al francés); El aleph, de Borges (al malayo); Un chino en bicicleta, de Ariel Magnus (al rumano); La muerte como efecto secundario, de Ana María Shua (al inglés); Las noches de flores, de César Aira (al alemán); Los chicos desaparecen, de Gabriel Báñez (al francés) y El murciélago azul de la tristeza, de Alfonsina Storni (al alemán). “Los chinos explicaron que van a invertir 500 mil euros en su programa de traducción cuando nosotros estamos destinando 250 mil euros –compara la presidenta del Comité Organizador–. Pero ellos tienen más de 1300 millones de habitantes contra los casi 40 millones nuestros.” Faillace sacude papeles y confirma un dato importante sobre las traducciones de autores latinoamericanos en Alemania. “De los 160 libros que se editaron el último año en ‘otros idiomas’, 40 son argentinos. El 25 por ciento de todos los títulos latinoamericanos que tradujeron los alemanes es de autores argentinos.” La presidenta del Comité Organizador cuenta que llevará a Berlín el Partenón de libros que hizo Marta Minujín en diciembre del ’83, cuando asumió Raúl Alfonsín. “La idea es hacerlo en la Plaza Seca donde los nazis quemaron libros. Después donaríamos los libros al Instituto de Cultura Iberoamericana de Berlín, que se fundó a partir de la donación de una biblioteca argentina de la familia Quesada”, explica.
(Fuente: Página 12)

15 junio, 2009

Los informes seudocientíficos me tienen harto

La semana pasada una investigación reveló -entre cientos de estudiantes- que aquellos jóvenes que se relaciones afectivamente con mujeres “lindas” o “muy bonitas” se atrasan o “atontan” en sus estudios. El mismo estudio demostró que a las jóvenes no les ocurre lo mismo: continúan con sus tareas escolares sin desatenderse. El mes anterior una universidad de Nueva Zelanda llegó a la siguiente conclusión: los estudiantes que miden más de 1,90 tienen dificultades para las ciencias humanísticas. En Dusseldorf, un centro de investigaciones arrojó la siguiente evidencia: los hombres pelirrojos están más sujetos a ser abandonados por sus parejas luego de cuatro años de relación estable o matrimonio que las pelirrojas. Profunda conclusión. Un centro de investigaciones de Canadá reveló que los individuos que comen mucho maní tienen menos posibilidades de contraer enfermedades linfáticas. Estadísticas llevadas a cabo en Bruselas por un grupo de investigadores señaló que las personas que pasan más tiempo en aviones tienen, con los años, problemas con el sueño y sufren de pesadillas. Realizar crucigramas, para los resultados estadísticos efectuados por científicos alemanes en un centro de gente con problemas de alzheimer, es altamente beneficioso. La ingesta de frutas secas, indicó una universidad de la India, favorece los niveles de colesterol y mejora la actividad hepática.
Día tras día las informaciones periodísticas dan cuenta de estas volátiles conclusiones llevadas a cabo por presuntos centros de estudios o universidades que vuelcan su saber, estudios y consejos en resultados tan extravagantes como inciertos. Los lectores estamos bombardeados por informes seudo científicos que alertan sobre los beneficios eróticos del chocolate, el arroz, el cabernet-sauvignon o la ingesta de semillas de girasol. Cada tanto, por períodos, estas afirmaciones se revierten y demuestran lo contrario. Comer barras de cereales es bueno, comer barras de cereales es malo. El vino destruye, el vino favorece el corazón. Una de las más sugestivas alertas mediáticas en torno a la salud comunitaria surgió de una universidad de Corea del Sur: el té verde, que antes se creía antioxidante, ahora sería pernicioso para la memoria. Curioso: como si la memoria fuera la capacidad de recordar y no –precisamente- de olvidar. Los nipones que comen gato serían menos ágiles que los se alimentan de fideos de arroz. El mono, se ha demostrado, es hijo del hombre del futuro.
La vulgarización del cientificismo, opuesto al saber científico, ha llegado a una frivolización tal que –en lugar de aplicarse al bien común- se desvive por una sola cosa: la competencia mediática. Mientras pueriles investigadores se aplican a demostrar que el maquillaje femenino en demasía “espanta” a los hombres, otros estudios han revelado que el maquillaje femenino atrae a los hombres de más de cuarenta. Son datos que circulan en todos los medios. Día tras día conviene el brócoli y día tras día debemos evitar el brócoli hervido en demasía. Lo mismo puede decirse del idioma gestual, de la vestimenta, del color de piel, de las bebidas, de hábito de comer carne, zanahorias, o morcilla vasca. La espinaca, que era buena para Popeye, ya carece de todo valor energético.
Los informes seudocientíficos saturan la red y han ganado presencia notoria en todos los medios. Avalados, claro está, por profesionales de la salud que más se interesan por su imagen en cámara y los cables sueltos de las redacciones que por el rigor académico de aquellos investigadores que, en silencio, con sueldos miserables, ignorados por la mayoría, y hasta despreciados incluso, se queman las pestañas en los laboratorios experimentando e intentando aislar virus, bacterias y males que ciertamente aquejan a la humanidad. Cada vez que leo que tal o cual centro de estudios ha probado que la berenjena optimiza los embarazos o es factor determinante para el color de ojos de los futuros bebés, me digo: de aquí en más voy a introducir berenjena en la dieta de mi perro macho. Ese es el valor que merecen ese tipo de informaciones, si es que uno, claro, valora su salud mental.
Lo concreto: esta desdeñable divulgación seudocientífica de carácter mediático ha irrumpido e irrumpe en todos los hogares con una impunidad de la que es difícil salir o ignorar. De todos modos, la prueba más concluyente de estos estudios al pedo dan cuenta de lo idiota que pueden ser tanto sus emisores como quienes dan fe concluyente de sus resultados. Y de quienes los propalan. La frivolidad parece haber devorado los genuinos objetivos de algunas universidades y centros de estudios, por llamarlas de alguna manera. Es patético. Unos recientes estudios llevados a cabo en Groenlandia afirman que quienes escriben crónicas periodísticas como “impresiones” carecen, en un ochenta por ciento, del llamado “sentido común”. Es tranquilizador. Como lector y apasionado de la verdadera divulgación científica –no de la trucha- leo los avances concretos que se hacen en la UNLP, en nuestra modesta y valiosa UNLP. Unos pocos ejemplos: alimentos libres de colesterol, productos para celíacos, leche sin impurezas, panes o alimentos sin conservantes, etc. Escribo esta crónica con un buen vaso de vino al lado. No por el corazón, sino por afición. Nada más higiénico y saludable que el deseo. Mi perro, Tango, me mira con sus ojos azules mientras devora su berenjena. Aunque comer gofio extendería nuestras vidas.

08 junio, 2009

Sin paracaídas



Desde la revista En marcha, Gabriel Báñez nos habla de su experiencia con extraterrestres, cuenta su tratamiento para perder el pelo y desarrolla la teoría de la mujer-tarta después de la invasión de EE.UU. a Irak:


REVISTA "EN MARCHA", n° 52, MAYO DE 2009

Por Soledad Franco

Quién es
Gabriel Báñez nació en La Plata en 1951. Es escritor, periodista y director de La Comuna Ediciones. En octubre de 2008 ganó con La cisura de Rolando el premio internacional Letra Sur y pese a que no era un escritor desconocido (había sido finalista del premio Juan Rulfo con El circo nunca muere, su novela Los chicos desaparecen ya era un film y Cultura (Mondadori, 2006) se vendía como pan caliente) su notoriedad creció. El jurado integrado por Martín Kohan, Claudia Piñeiro y Juan Sasturain, seleccionó su obra entre un total de 293 candidatas remitidas desde varias provincias y del exterior.

Desde hace tiempo dicta un taller que se ha
vuelto legendario, un poco por el prestigio
pero también a la manera de la leyenda del
oro: quienes lo experimentaron no saben dar
señas seguras al respecto y aquellos que han oído
el rumor lo rastrean hasta la oficina del primer
piso del Pasaje Dardo Rocha desde la que dirige la
editorial para averiguar si existe, si empieza y en
qué momento.
Lo sé porque trabajo allí y atiendo los llamados.
También porque fui a ese taller.
La posición desde la que le hago estas preguntas
me permite indagar en su pasado y traicionar
algunos de sus secretos y delirantes proyectos
futuros. Les presento aquí un Báñez en camiseta.

-Hay personas que se convierten en escritores
por caminos nada complicados.
Pongamos Borges, cuentan que a los seis
años le dijo a su padre que quería ser escritor
y, dado su entorno, es como si trazaras
una línea de un punto a otro con un lápiz y
una regla, ¿de dónde venís vos? Cuándo
decidiste que querías escribir, ¿imaginaste
algún camino?

- Vengo del barrio de La Loma, de una casa chorizo
de la calle 38 nº 1164, si mal no recuerdo,
entre 18 y 19. Ahí empiezan las historias, en el
encierro familiar de un orden laboral de cacofonías
llamado madre/padre y de un pibe de
pocas palabras que debía esperar a que la primera
llegara para que se abriera la puerta y él poder
salir a la inseguridad. Muchos trabajos, poca
plata. Nadie que cuidara al pibe. Entonces encierro
y libros: libros con dibujos, un diccionario con
dibujos, historias que se iban contando con más
dibujos. Los dibujos eran evidentes, las palabras
no tanto. Por lo que por esa falla, creo, yo las
inventaba. Había un dibujo con un planeador en
uno de esos diccionarios y yo le había adosado
una historia de un piloto que se lanzaba sin paracaídas
para caer justo en la plaza de La Loma.
Caía parado y tranquilo. Esa primera historia la
recuerdo. El piloto debía ser yo, obvio. El planeador
seguía su curso y se estrellaba contra la iglesia
del barrio. Siempre fui muy creyente. En esa
época, seamos rigurosos con la época, los jardines
de infantes con salitas multicolores casi no
existían, y había madres que pensaban –acaso
con buen criterio- que depositar chicos en esos
jardines era algo así como inhumano. Hoy existe
la palabra sociabilización que se adapta a las circunstancias
de las criaturas en edad de salita rosa,
digamos. Por eso: el camino nunca fue imaginado.
Empieza en el tranvía 7, imaginando historias
a través de las ventanillas. Lo mejor del aprendizaje
aparecía en los que tomábamos ese tranvía.
Porque el tranvía era la lentitud. La escuela a la
que me enviaban quedaba lejos y los transportes
escolares eran para los ricos, aunque no eran
transportes, eran autos cargados de chicos de
familias pudientes con choferes. La ansiedad
empieza por más.

-Dicen que empezaste a comentar libros
en Clarín a fuerza de calentar la silla de la
recepción del director del área, ¿es así?,
¿Podés contar esa historia?

-Sí, claro. Me fui metiendo de a poco.
Averiguando quién estaba a cargo de la sección,
montando guardia, esperando, intentando hablar
con él. Hasta que se dio la oportunidad, un libro,
dos para comentar, y así. Meses y meses. Nada del
otro mundo, ningún amiguismo. Terquedad,
insistencia. El jefe de la sección, que entonces se
llamaba Cultura y Nación, era Fernando Alonso.
Un tipo despótico, de a ratos entrañable, cargado
de amabilidad y temores, temores provenientes
de cierta ignorancia, creo. Muy odiado, muy querido,
muy olvidado. Un hombre gris que sin
embargo me abrió la posibilidad de entrar a
Clarín y luego la oportunidad de padecerlo. Pero
en Clarín conocí a grandes cronistas, firmas
importantes, tipos como Sábat, Sdrech, Gregorich
y otros. Había un tal Rocamora, un tal
Jorge Asís, que en esos años explotó de fama con
un libro no bien yo ingresaba, Flores robadas en
los jardines de Quilmes
. Yo había editado un primer
o segundo libro en De La Flor, por aquel
entonces, El capitán Tresguerras fue a la guerra.
Y Asís, cuando un día alguien me lo presentó en la
redacción, me dijo: “¿Así que vos eras el ecuatoriano?”.
“¿Por?”. “Yo vi ese librito por ahí, y como
Divinsky siempre edita latinoamericanos, pensé
que el autor era un ecuatoriano”, dijo. “Soy –le
dije-, nací en Quito”. No le gustó, creo.

- ¿Cómo fue tu experiencia en Crónica?
¿Aportó algo a tu literatura?, ¿Qué hay de
cierto en una habladuría que te pinta
haciendo una performance al estilo Fabio
Zerpa?

- En Crónica, muy rauda. Pero ambulé por montones de redacciones. La
música de aquellas Olivetti y Lexington me dio algo del
ritmo de la escritura. Hay una música que los viejos
perros de redacción ejecutaban y al oído de uno llegaba
el lenguaje. Es melodía invisible, pero queda flotando
como una historia de muchos, casi anónima, sin pertenencia
porque la composición es una historia. Los aportes del
periodismo a mi literatura deben ser desprendimiento
puro. Ninguna historia me pertenece. Uno es cronista
de lo que puede menos de sí mismo. Lo de la performance,
ja, está muy bien llamarla así, tiene todo de
cierto. Fui abducido en los
años ‘80, viajando en un

Citroën, en plena avenida 9 de Julio, frente al edificio
de Obras Públicas. Eso fue un año antes de la
Guerra de las Malvinas. Atravesé una neblina en
plena avenida y de golpe aparecí, con auto y todo,
en medio de un panorama desolador, una ciudad
semi destruida, conocida pero extraña a la vez.
Raro. Sin tránsito, sin gente. Luego reaparecí en
medio del caos y con el auto girando en el
Obelisco. Miro la hora y habían pasado dos horas.
En blanco, cuando fue una experiencia de segundos.
No estaba solo. Mi mujer, a mi lado, pasó por
lo mismo. Días después hice una experiencia con
Tu –Sam (padre), quien me hipnotizó. Y alcancé
a percibir en una especie de ensoñación a unos
seres extraños que me rodeaban y me implantaban
un chip en el brazo derecho. Aún lo tengo,
incluso guardo un par de placas radiográficas en
donde se lo puede identificar con nitidez. Pasé por
tantas redacciones que, como ya te dije, siempre
fui muy creyente. Supongo que me monitorean.

- Tu primera novela apareció De la Flor,
¿De qué manera conseguiste su publicación?

- Logré editarla gracias a que me la rechazaron.
Cuando me dieron el no, dije: ‘pero claro, cómo
no me la iban a rechazar si les presenté el original
equivocado, éste no es’. La encargada en ese
entonces –Divinsky estaba exiliado en Venezuela,
creo-, me miró sin entender. Antes de que dijera
algo, le aclaré que en media hora le alcanzaba el
original correcto, que estaba en otra editorial. En
ese entonces De La Flor quedaba en la calle
Uruguay. Así que bajé, compré una carpeta de
otro color, y a la media hora entregué el mismo
original pero encarpetado en azul, digamos. Y lo
aprobaron, a los tres meses me llamaron y firmé
contrato. No es lo mismo un tono que otro, no
hubo error ni desidia en la lectura.

- ¿Cómo es la relación con tus editores? ¿Y
cómo editor? ¿Qué criterios usás para
decidir que un texto alcance la forma de
libro y otro no?

- Muy buena, soy amigo de mis editores. No tengo
un criterio, no podría tenerlo. Algo me gusta, me
parece bueno, y luego lo entrego para lectura de
otros. Una persona en quien confío, tanto como
que es mi alter ego intelectual, es Soledad Franco.
Ella puede leer en verde, pongamos, yo en azul.
De pibe veía árboles con la copa azul. La lectura
crítica es una motosierra.

-¿Cuántas “carreras” universitarias empezaste,
por qué las elegiste y qué te llevó a
dejarlas?

- Empecé cuatro carreras y todas me abandonaron.
Estoy en receso universitario desde hace
mucho. Es una omisión. Letras, Historia,
Filosofía y Cinematografía. En la que más duré
fue en Cinematografía, en Bellas Artes. Tres años.
Pero lo único que me interesaba era guión cinematográfico
como materia. Tuve que dejarlas
para trabajar, hacer de taxista, oficial de pastas y
hasta artesanía con cadenas a las que soldaba y
hacía lámparas, pies de percheros, apliques, ceniceros,
esas cosas. Soldadura de punto hacía, con
electrodos. Me había armado un pequeño tallercito
pero un día una chispa lo quemó. Perdí todo.
Siempre son los detalles los que hacen chispa y
alientan el incendio. Perder es eso: hacer chispa.

- ¿Qué otros oficios desempeñaste antes o
en forma paralela a poder vivir de la escritura
y de los libros? Si no hubieras sido
escritor, ¿qué es lo que más te hubiera gustado
hacer?

- Fui pintor también, pero de casas. Crié árboles
enanos un tiempo y anduve metido en una granja
para criar pollos. Nada me hubiera gustado
hacer, ninguna frustración. O sí: sacerdote o
psicólogo. Algún día voy a instalar un consultorio,
algo escueto, más bien frío con algunas miniaturas
africanas y una mesa lacaniana. Pero no es
una frustración, es algo que a lo mejor logro.
Atendería por Ioma, un bono en tono violáceo, los
tonos son importantes. Como psicólogo falso
sería muy verdadero, eficaz, quiero decir.

- En "El curandero del cuarto oscuro" y en
"La Cisura de Rolando", (por nombrar dos títulos alejados en el tiempo) aparecen madres que se dedican a la costura y al esoterismo y
padres bohemios; en casi todas tus novelas
se califica a alguno de los personajes
principales como “disfuncional” o “bipolar”,
¿qué hay de tu vida en tu obra?

- Yo soy un disociado, no a la manera balzaciana,
sino en un sentido Báñez. Y lo que escribe Báñez,
me dicta mi yo, es costura, hilvanes, pespunteado.
Coso para afuera como mi madre escribía para
afuera también. Mi homenaje de costurero es:
todo lo hago chingado, como ella decía cuando
estaba activa. Mi vida en obra es una manga ranglan
que no cae bien, una solapa defectuosa.
Recibí de joven shocks insulínicos para hacerme
entrar en razón, y de aquellas amables y tibias
sesiones retengo la bipolaridad, no como una
patología sino como una sensación agámica:
Báñez ve a Báñez paseando por un jardín en día
de visitas mientras se asoma por la ventana de su
habitación 8, recuerdo el número. Luego la mermelada
de ciruela para subir el azúcar. El té recargado,
Robertito arrancándose el pelo con una
pinza y las voces en gemido de otros, la de Farías,
que decía que estaba allí adentro por “un error
infame de la sangre de Cristo”. Farías daba misas
instantáneas, a toda hora. Una enfermera me
explicó que era esquizofrénico. Pero yo me arrodillaba
y rezaba cuando Farías hacía la señal de la
cruz. Más que creyente, como creo haber dicho y
repetido, soy devoto.

-En varios de los reportajes que diste últimamente
sostenés que “Madre es lenguaje
y padre es escritura”, ¿podés explicar esa
frase?

- Sí: llegué al mundo y estaba madre esperándome,
con forma de palabras, con estilo de lenguaje.
Luego padre nos abandonó y me puse a escribirlo.

- Casi todos los escritores suelen tener
consejos o recetas; algunos como Quiroga,
Pynchon o Cheevert, los comparten con
sus lectores: ¿Cuál sería tu decálogo para
quienes quieren ejercer el oficio?

- No hay decálogo. Sí una frase robada a
Montherlant que dice que hay que escribir como
si uno estuviera muerto y otra escamoteada a
Báñez que aconseja nunca hacer buena letra.
Somos todos perdedores, eso. Saberlo desde el
vamos.

- Sé que tenés entre manos dos nuevos
proyectos de escritura, una nueva novela y
un libro en colaboración sobre la relación
mujer-tarta, me gustaría que te explayes
al respecto.

- El libro cuenta en proyecto cómo Hitler llegó a
nuestro país. Y cómo cientos, miles, lo veneraron
sin saberlo. No es ficción del todo. Es parte del
trabajo de información de un espía que trabajó
con un contacto femenino en Bariloche. Pero
no es Bariloche una ciudad confiable. Los contactos
menos. El otro proyecto se podría llamar
Tarta de mujer, ya que hay una relación cosmogónica
y ontológica entre la mujer y las tartas.
La vamos a escribir con Luis Chitarroni, él entiende
y yo asumo que si Estados Unidos invade como
invadió Irak, algo de eso puede explicarse y
remediarse con una tarta de puerros. Hay
muchas variedades que explican el origen de las
cosas, de acelga y jamón y huevo, por ejemplo. La
tarta es recipiendaria, admite la teoría vulgar del
jamón y queso tanto como la ansiedad en las
sociedades modernas. Pero es la mujer quien únicamente
tiene el saber, la noción tarteril de cómo
es el mundo y hacia donde vamos. Cebolla y
queso, por ejemplo, es una de las pocas aceptadas
por los hombres. Nuestra ignorancia con respecto
al conocimiento adquirido por la mujer en
milenios de humanidad es colosal, hay que ver
nomás los rebordes, la circularidad de ese saber
esencial.

- Si te estuvieras autoentrevistando, ¿qué
te preguntarías?

- Si me estuviera entrevistando, ¿qué me preguntaría?