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HECER EL ODIO

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EL CIRCO NUNCA MUERE

EL CAPITAN TRES GUERRAS FUE A LA GUERRA

HACER EL ODIO

28 mayo, 2009

Algo no alcanzó a salir en la foto

Afortunadamente, este retazo nunca fue premiado. Pura casualidad: nunca tampoco lo envié a concurso. Precisamente. Lo escribí al día siguiente del suicidio de mi amigo, JCP. Ayer lo encontré. O al revés. Los suicidas son gente cordial, cercana. Hay unas palabras a mano para mi ausente hermano y amigo, las repito al oído, como una letanía, durante los días soledados y tristes. Sontag insistía: "la mayoría de los narradores de hoy le teme a la emoción". No le temo. Tampoco a las nuevas dedicatorias. Agrego hoy, ignoro el motivo, una, dos más: a Miguel Ángel Muñoz y a Maguila. No los conozco y reitero el adverbio: precisamente.


En el encuadre somos cuatro sonrisas al frente y la basílica por detrás, partes desnudas de árboles, gente al fondo, un nublado. No sabía que vivía esta foto, no la recordaba. Uno nunca puede saber las cosas que existen, son tantas. Pero ahí estábamos y ahí seguimos estando, los cuatro: él, yo, mi madre y mi padre. Tenemos un gesto fotogénico, hace familia y frío. Más de treinta años. La escena existió, se hizo para este blanco y negro, para esta mirada de treinta años después. Nos tengo en la mano. Muevo la foto y todos nos movemos, estamos unidos en la rigidez. Ahora seguimos unidos en el recuerdo que nos conoce. Estas cosas las entiendo, seguro. Hace frío en el papel brillante, tenemos sobretodos y Jorge tiene una bufanda verde y lo que antes se llamaba un paletó, cruzado, hasta un poco más arriba de las rodillas. Por sobre mi cabeza sube la curva final de la cúpula y un poco más arriba debe estar la cruz. Veo esa curva, pero en la foto no existe, la basílica es de líneas rectas. Será que uno se empecina en las cosas que no son. Lo pienso ahora, con la foto en la mano. Pero sigo sin entender, son tantas las cosas que existen por arriba de la mirada de uno. La felicidad nunca pudo hacer feliz a nadie, ¿no, Jorge? Eso le hubiera dicho. Pero no pude, llegué tarde.
Siempre estamos tarde de todas las cosas, del mismo mundo estamos tarde. Como cuando descubrí esta foto que no sabía que existiera. Es raro, yo la descubrí y él se suicidaba al otro día. Me dijeron que se sentó en un banco de la plaza central de la ciudad y que se mandó un tiro en la cabeza. Un tirito tendrían que haber dicho, pero el diminutivo lo pusieron al final: fue a la nochecita. Así dijeron. Yo pensé: por eso lloraba. Es que en el momento en que descubrí la foto me puse a llorar. Un llanto tranquilo, suave, como si una memoria se pusiera a llorar.
Ahora me empecino con la foto: la muevo, nos movemos; la giro y giramos. Pero el llanto no aparece. Tendría que venir esa apariencia. ¿Llovió aquella mañana en la foto? No me acuerdo. Las personas somos moscas: hoy estamos y mañana también. Pero no las mismas, otras. Lo que pasa que las moscas vivimos tan idénticas, tan poco. Nos tengo en la mano y nos ponemos cabeza abajo. Las baldosas que rodean la basílica son el cielo. Nada sirve la pena. ¿Por qué fui a buscar esta foto y él se mataba al otro día? Marlene cree que puedo adelantarme a los hechos. A lo mejor. Pero no es adelantarse, es quedarse quieto y dejar que los hechos vengan a uno.
Los hechos: una foto, un gesto, un sonido, una sensación, un color, un banco, a la nochecita. Las más cercanas son las sobrenaturales. Esto hay que entenderlo. Ahora lo miro cabeza abajo y me doy cuenta. Está mirando rápido a la cámara, es una sonrisa de arcada, un pudor justo en el clic. Siempre estaba apurado. Nos veíamos cada seis o siete meses, por oírnos, por buscarnos. Creo que así sabíamos que estábamos vivos. Tomábamos una ginebra y nos acordábamos de nosotros. Nos traíamos del barrio, de la infancia. ¿Te acordás? Siempre la misma pregunta. ¿Te acordás? Nos traíamos pero era para volvernos. Nunca más aquella ignorancia. Él me miraba desde el fondo del vaso y me mentía. Yo también. Nos contábamos mentiras para poder charlar un rato. Después se iba rápido, como con vergüenza, pero la vergüenza era mía: me sentía prófugo. Una tarde me lo dijo. Con esas palabras. Yo le puse más palabras, para calmarlo. Es ridículo criar palabras. A él no le sobraban y se suicidó. Tenía unas pocas que yo recuerde. Pero no las voy a decir, son sagradas: él las mató. Fue un crimen a la nochecita, los suicidas tienen esas burlas.
La foto crece. A la basílica le salieron dos torres: en cada una hay un reloj. Son las tres y cuarto de la tarde. En punto. Es la hora que nos pusimos para mirarnos. Los dos relojes tienen la misma devota exactitud. Un milagro el tiempo. ¿A qué habíamos ido a la basílica? A agradecer. No es una ironía decir que la Virgen logró un milagro, que pudo concretarlo, que efectivizó un milagro. Los milagros son lugares comunes y objeto de culto. En las calles y en las palabras hay santeros, olores, gritos y el venerable escándalo de la fe. La capilla de Jorge era la militancia política. El biombo. La jerga le subía a los labios cuando menos lo pensaba. La jerga era para no pensar, para no estar triste. A mí no me engañaba: pensaba no y decía sí. Digo pensar: una palabra de fe. El pensamiento es un altarcito. La religión política no basta. ¿Te acordás, Jorge? Toda la vida te esforzaste por ser ateo. No se puede. Uno ve la foto y cree. Yo mismo, escucho a Marlene y creo. No hay salida con la fe. Tantos años de amistad y un solo comprobante: esta fotito de mierda, estos cuatro de mierda casi abrazados.
A veces me pregunto cómo será la vida desde otro cuerpo, si será la misma. Un poco más arriba de los relojes la foto termina. Hay aire, pero está extenuada. Yo veo dos agujas que tienen que existir, es forzoso que existan. Un poco más atrás de la foto ya estábamos en este momento. Marlene es intelecto puro y odias las fotos. No tiene ninguna de cuando era más Marlene. Marlene: repito el nombre y se diluye, se va perdiendo. Los nombres hacen a las personas: las personas se van acostumbrando a sus raíces y desinencias, al significado arbitrario de cada letra y sonido. Hay nombres que terminan agotando a sus portadores. La cama es la letra de Marlene.
Con la mirada es al revés: se cansa pero no termina. Cuanto más mira, más está. La mirada es un fervor. Y el fervor es lo que hace verdaderas a las cosas. Vos lo decís siempre, Marlene. Los cuatro que somos en la foto me miran en la emulsión. Yo mismo me miro desde allí. El espacio se pierde, no es necesario bajar los párpados.
Fue así: estás casi doblado, en el banco. Al lado hay un bolso azul. En el bolso veo cosas para la mirada de los demás: un jaboncito de hotel, una toalla rosa con una línea de pespunte rojo, un peine marrón, un revólver 22 corto. Lo que no veo es la bufanda verde, parecida a la que tenías treinta años atrás en la foto. Es raro, tiene que estar. También hay balas sueltas, balitas para pasar la noche y un documento. La desesperación son esas migas, pero si pasaran un aviso dirían que se trata de un kit de supervivencia. No te rías. Ahora viene cuando te apuntás la bala. No hay ensayo. El banco no tiene respaldo. El bolso va al suelo. Sí, es un tirito. No sé de qué te reís treinta años después.
La foto da pudor. Tengo que agregar algunas palomas en la toma, dos o tres, picoteando por el piso. Las palomas son otra prueba de fe, pero turística. Los lugares sagrados se hacen así. No es ciega la fe, son ojos que siempre crecen. Pero hay algo más. Algunos hablan de intuición, otros de conciencia. Yo no: el aire del encuadre aparece por milagro. Y un temblor. Antes de que las cosas sean siempre hay un temblor de las cosas. Eso lo sé.
El temblor fue un viernes. Me cuesta explicarlo, fue tan natural. Me veo sentado, revolviendo compulsivamente en el viejo cofre de madera tallada. Ese no era yo, pero estaba ahí, en el borde, las manos rápidas entre papeles y alhajas familiares. La familia: Marlene, la madre de Marlene, la abuela de Marlene. El culto de la sangre pervive en un broche, en un camafeo, en tres o cuatro perlas de un collar que vino de Bélgica y se guarda para olvidar en un cofre. La familia es una vagina que no se rinde. No hay nada más peligroso que una familia. Prendedores, memoria que estalla en prendedores.
Así me pasó en la noche, en la superficie de la cómoda, junto al cofre de madera tallada. Fue algo que me llamó a encontrar la foto, no sé qué, y enseguida esa sensación de apartarme. Me alejé, me parece. Fui a la cama. Marlene dormía, era como que intentaba salirse de esa vez. Miré el reloj: doce menos veinte. Entonces fue cuando empezó a llorarme la memoria sin ninguna explicación, por su cuenta, y yo empecé a ver, justo al lado del cofre, la figura de una familia que no se rendía. Intenté darme vuelta, no pude: allí estaba, un espacio transparente de silueta buscando mirarme. No se trataba de un sueño, era eso junto a la cómoda y al cofre. Como un contorno de pie. ¿Te acordás, Jorge? El tiempo en un calco, un Simulcop. Así me calcaba la imagen, desde el Simulcop que él me había prestado y que yo había roto. Sí, claro, cómo no te vas a acordar. Te lo debo, aún hoy. Y siento parto o pérdida por la pérdida porque son palabras que no tengo.
La familia que no se rinde me sigue mirando desde la claridad de aquellos días. Me gustaría volver a tenerlos, parados sobre una sonrisa. Sacudí a Marlene y la escena avanzó. Por un instante pude ver el adentro. Repito: lo que vi fue un suicido en versión diminutivo. En ese momento Marlene tiró de las sábanas y murmuró algo que no alcanzó a salir en la foto.
Por eso la guardo.

25 mayo, 2009

Un cuñado muy menor

Es curioso cómo el mundo de las máscaras puede incomodar a ciertas personas del mundo político, del campo político, del ambiente político, del círculo ¿virtuoso? de la política. Máscara significa persona y entre una y otra no media distancia. O sí: el tenue recorrido que puede establecerse entre imagen y eso controvertido llamado tan realidad. Aunque en rigor no la hay: hoy la realidad es imagen. Nada que diferenciar, menos que escindir. La “trama del ocultamiento” ha dejado de ser en los medios, ni siquiera cuenta.
¿Por qué, entonces, la incomodidad? En el pueril Gran Cuñado que ha reflotado Marcelo Tinelli, un brillante gerenciador de la popularidad como lugar común, aparecen algunos personajes del, llamémosle, espectro político del país. Eso: un espectro. Y el fantasma mediático de la representación lo expone con la fuerza del imago en las pantallas. Es lo que hay, diría la voz directa de la calle. El burlesque, caricatura mediante, desnuda a los personajes con giros, frases, recursos gestuales que reiteran hasta el hartazgo lo conocido, lo evidente. Pero la evidencia no es mostrar, obvio, sino exagerar. El trazo grueso, la nota recursiva hasta el hartazgo. De esa pobrísima representación, casi un jam de la banalidad, nada, muy poco para destacar. Tan sólo el maquillaje. Y algo de baile.
¿Qué puede incomodar entonces? ¿Y quién o quiénes se incomodan? Parece incomprensible. Farsa que ni siquiera distorsiona, la escolar galería de Gran Cuñado resulta sin embargo una prueba de tolerancia para algunos. Difícil de digerir. No se entiende. Máscaras que son personas, la caricatura –diría el maestro Menchi Sábat- es arte del silencio. También del trazo fino, sutil, irónico. De lo que carece este débil Gran Cuñado. Mejor callar, ponerse una venda en los labios. O en los ojos, saberse nominado. Porque siempre, conviene recordar, la imagen es anterior a los votos.

17 mayo, 2009

En los 7 de "La Pulseada"

En el 7º aniversario de "La Pulseada", felicitaciones y gracias. A la obra que continúa del querido Padre Cajade, a Fanjul, a Juan Manuel Mannarino, a todos y a cada uno de sus integrantes. Sí, "sobredosis de afecto para los chicos". Y sobredosis inmerecida para el costurero. Leer acá.

09 mayo, 2009

Esto amerita una encuesta

Cinzcéu ha hecho un aporte, encuesta que viene circulando de boca en boca sin barbijo, y ya es hora de subirla para evitar males mayores:



Escuché (en Radio Continental) que según proyecciones de la OMS un tercio de la humanidad podría infectarse con el virus. Esto amerita una típica encuesta de D'Alessio- Irol para Clarín: ¿Usted cree que sufrirá el virus chancho? 1) No, porque me compré un barbijo de triple filtro. 2) No, porque soy sano y creo en Nuestro Señor. 3) Quién sabe, al fin de cuentas de algo se muere. 4) Sí, porque me pego cualquier pandemia. 5) No tengo la menor idea acerca de nada. 6) No sé, pero como no miento estoy a salvo de unos virus peores.

05 mayo, 2009

Barbijos

¿Y si fueran los políticos quienes, por ley, estuvieran obligados a usar barbijos? Me puse a pensar en este absurdo por su ley idéntica, la del nonsense, y ante la demanda inusual de barbijos por parte de la población. En las farmacias ya no quedan. La psicosis ante la amenaza de la gripe porcina agotó stocks. ¿Pero qué pasaría si fueran los políticos quienes debieran emplearlos? No todos, por supuesto, pero sí una ingente mayoría. ¿No sería una forma de preservarnos del virus de la mentira, de los dobles discursos, de las promesas incumplidas? Si algunos políticos usaran barbijo, supongo, estaríamos menos contaminados de lenguaje vacío. Para empezar, evitaríamos recibir frases hechas, del tipo "estamos trabajando en ese sentido". O: "vamos a llegar hasta las últimas consecuencias". Nos libraríamos de los discursos que mencionan "con las manos limpias". O de los casetes que repiten: "este gobierno es de todos y para todos". Si ciertos políticos emplearan el barbijo antes de hablar, el aire estaría menos enviciado, menos saturado de lugares comunes, de artificios retóricos de una elocuencia basada en la palabrería hueca. Pero, claro, los políticos deben hablar. Deben convencer. Deben generar promesas y adhesiones. Y para eso, nada mejor que hablar diciendo mucho sin decir nada.Si los políticos usaran barbijo, estimo, estarían menos dedicados al lenguaje travestido, incluso, y más obligados a las acciones. Hablar menos, hacer más. Funcionarios que funcionen, no que hablen, comenten o emitan meras descripciones de una realidad por todos conocida. Con políticos con barbijo habría menos violencia verbal, menos ataques y desmentidas. Menos simulación discursiva y, acaso, más obras. Lo concreto, no la palabra. Así de sencillo. Es una idea absurda, por supuesto, y un tanto tendenciosa de mi parte. Es fácil achacarles a ciertos políticos el monopolio del engaño. Muchos de nosotros, ciudadanos comunes, también deberíamos emplear el barbijo antes de hablar. Porque la mentira, como virus social que es, circula en todos los ámbitos y niveles. Es patrimonio de todos. Lo bueno y aleccionador de este virus es que resulta, tarde o temprano, letal. Termina matando a sus portadores. Son los primeros que caen. Con o sin barbijo. Para la mentira no hay antiviral que valga.

01 mayo, 2009

La peste

Cólera, dengue, gripe porcina, gripe aviar, paludismo, fiebre amarilla, évola…Los nombres de la peste pueden ser varios, pueden incluso mutar y, sobre todo, hacerse cada vez más resistentes a las respuestas de la ciencia para frenar su avance. Pero no todo pertenece al orden de la ciencia.
Cuando Albert Camus publica La peste (1947), lo hace siguiendo los dictados de una concepción moral, humanista, que reivindique los valores solidarios que en condiciones extremas pueden aflorar. Y los expone. Pero también expone su opuesto: en Cottard, uno de los personajes que habitan la Orán de 1940, azotada por la epidemia, se manifiestan los rasgos de un miserable que aprovecha la tragedia para librarse de la persecución de la justicia. Quien cuenta la historia, lo sabemos al final de la novela, es el médico, Bernard Rieux. Entre Cottard y Rieux ambula un personaje cargado de sentido: Paneloux, el cura, quien deposita en la fe cristiana su moderado optimismo. Toda peste guarda un sentido bíblico en su predominio, más fuerte que el viral incluso. Pero no es apelando a Dios como nos podemos librarnos de ella.
El sentido alegórico de la peste de Orán, sin embargo, podría traducirse numéricamente: las primeras ratas muertas permiten ser contadas, luego, a medida que éstas aumentan, resultan incontables. Pero, al revés que algunas cifras oficiales, son confiables. Cuando leí por vez primera la novela imaginé que aquellas ratas primeras representaban algo así como los pecados del hombre, el costado simbólico con que el escritor argelino designaba los males y desvíos en esta Tierra. Hoy no estoy tan seguro. Probablemente las ratas del libro tengan una razón diferente, superior incluso, a la de mi primera y entusiasta lectura. Que las ratas sean ratas y nada más que eso, ratas. Y que los huéspedes del mundo animal, al fin y al cabo, seamos nosotros. Únicamente nosotros, virus al que llaman hombre.