Diario de a bordo IV
El glove bar está abierto y ofrece fish y papas fritas a 22 pounds. Un robo. Al lado, cabina telefónica típicamente inglesa de por medio, está el glove market, comercios primos hermanos. Pinguinos, fotos y baratijas a precios exorbitantes. Hoy Las Malvinas viven tanto de la lana de sus 600.000 ovejas como de la pesca, pero la fuente de ingresos que no cesa de crecer, y bien que se advierte, es el turismo. Hay que entender que en las islas viven actualmente 2.379 almas rubicundas, que gozan de uno de los ingresos per cápita más altos del planeta pero que, asimismo, no tienen cómo gastar ese dinero. Y se les nota. No son almas tan rubicundas. Hay que entender también que algunos buques que fondean en Puerto Argentino llevan una población superior a ese número. En temporada alta la capital administrativa desborda de gente. Los rostros de los lugareños ante los turistas son distantes, indiferentes. Pero es una indiferencia falsa. Los necesitan, les molestan. O al revés la frase. Típicamente ingleses, la cordialidad es muy medida, limitada. Los taxistas que ofician de taxistas ante la llegada de algún barco no pueden esconder la molestia, cierto menoscabo. No son taxistas verdaderos. Cobran 100 dólares por un miserable paseo. "No, thanks". Uno de ellos me dice algo que no entiendo pero que finalmente llego a entender: me intuye argentino. "Argie", alcanzo a escuchar. Le sonrío burlón y acelera disgustado, la land rover sale derrapando por nada. Hay, presiento, una invasión sorda sobre las islas que los lugareños no pueden controlar, los desborda. Y eso los perturba. No pueden disimularlo. Son conscientes de que cada vez más dependen de los extraños. Sobre la avenida costanera una doble tracción frena a un par de metros, distracción mía. Me cuesta adaptarme al tránsito al revés. Lo que llama la atención en algunas esquinas son los espejos convexos en los cruces. Son por el alcohol, más que por el tránsito. Sobran los pubs, demasiados para un caserío de 2.379 almas casi apagadas en medio del Atlántico Sur. Imagino historias truculentas, incestos al por mayor y endogamias a trochemoche. En un blog secreto surgido de las mismas islas alguien contaba algo semejante. ¿Cómo palian la australidad? Alcohol, alcohol. Al costado de la catedral más austral del mundo, se erige el monumento con vértebras que recuerda las matanzas y factorías de ballenas. Cerca, un grupo de chicos ingleses posa ante los extraños. Tienen una actitud despectiva, prepotente. Dan un show histriónico ante los forasteros. Una de las chicas se ha orinado en el pantalón y el resto se burla. Gritan ostentosamente. Son las tres de la tarde, están alcoholizados. Los inglesitos bien parecidos quieren llamar la atención. Lo logran: son pinguinos. Entro en la catedral y el párroco me sonríe. Es un hombre cálido, de sonrisa amplia. Me pregunta si voy a rezar y le digo que sí. "Good, good", repite. Hago los gestos y rezo, pero no sé bien qué. Creo que rezo por todos los que quedaron, argentinos e ingleses. Al final me doy cuenta de que rezo a medias, por los míos. De regreso, pasando el grocery market, ondea la bandera inglesa en la casa del gobernador (foto). A una cuadra están construyendo la nueva residencia. Aún no está terminada. Dos cuadras más abajo hay otros locales. En la fachada de uno de ellos, la guerra como souvenir: "Danger mines", dice la chapa. Hablo con el encargado. Es un hombre con cara de idiota. Extrañamente, de golpe me pregunta si soy periodista. Me figuro que acaba de adivinarme por la libretita en la que anoto. Le digo que no. Me pregunta en qué trabajo en Buenos Aires y le respondo que soy empleado del Correo Central. Sonríe. No es tan idiota.
Es un día espléndido y ventoso. Seis grados marca el termómetro. Los malvinenses pasan y pasan con sus cuatro por cuatro, algunos hasta dos y tres veces. Ya les conozco las caras. No van a ninguna parte, hacen como que. La jefa del puerto es una mujer regordeta, rubia. Me recrimina con cordialidad porque no le muestro la identificación del barco al salir. "Sorry", le digo. Un negro gordo desbordado en colesterol y triglicéridos me sonríe al marcharme. Quiere disculpar a su jefa y repite dificultosamente mi apellido en el documento: "Thanks, Mr. Buaulez", dice. La letra eñe es lo que los mata, la que tarde o temprano va a terminar por invadirlos.