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EL CAPITAN TRES GUERRAS FUE A LA GUERRA

HACER EL ODIO

30 marzo, 2008

Diario de a bordo IV


El glove bar está abierto y ofrece fish y papas fritas a 22 pounds. Un robo. Al lado, cabina telefónica típicamente inglesa de por medio, está el glove market, comercios primos hermanos. Pinguinos, fotos y baratijas a precios exorbitantes. Hoy Las Malvinas viven tanto de la lana de sus 600.000 ovejas como de la pesca, pero la fuente de ingresos que no cesa de crecer, y bien que se advierte, es el turismo. Hay que entender que en las islas viven actualmente 2.379 almas rubicundas, que gozan de uno de los ingresos per cápita más altos del planeta pero que, asimismo, no tienen cómo gastar ese dinero. Y se les nota. No son almas tan rubicundas. Hay que entender también que algunos buques que fondean en Puerto Argentino llevan una población superior a ese número. En temporada alta la capital administrativa desborda de gente. Los rostros de los lugareños ante los turistas son distantes, indiferentes. Pero es una indiferencia falsa. Los necesitan, les molestan. O al revés la frase. Típicamente ingleses, la cordialidad es muy medida, limitada. Los taxistas que ofician de taxistas ante la llegada de algún barco no pueden esconder la molestia, cierto menoscabo. No son taxistas verdaderos. Cobran 100 dólares por un miserable paseo. "No, thanks". Uno de ellos me dice algo que no entiendo pero que finalmente llego a entender: me intuye argentino. "Argie", alcanzo a escuchar. Le sonrío burlón y acelera disgustado, la land rover sale derrapando por nada. Hay, presiento, una invasión sorda sobre las islas que los lugareños no pueden controlar, los desborda. Y eso los perturba. No pueden disimularlo. Son conscientes de que cada vez más dependen de los extraños. Sobre la avenida costanera una doble tracción frena a un par de metros, distracción mía. Me cuesta adaptarme al tránsito al revés. Lo que llama la atención en algunas esquinas son los espejos convexos en los cruces. Son por el alcohol, más que por el tránsito. Sobran los pubs, demasiados para un caserío de 2.379 almas casi apagadas en medio del Atlántico Sur. Imagino historias truculentas, incestos al por mayor y endogamias a trochemoche. En un blog secreto surgido de las mismas islas alguien contaba algo semejante. ¿Cómo palian la australidad? Alcohol, alcohol. Al costado de la catedral más austral del mundo, se erige el monumento con vértebras que recuerda las matanzas y factorías de ballenas. Cerca, un grupo de chicos ingleses posa ante los extraños. Tienen una actitud despectiva, prepotente. Dan un show histriónico ante los forasteros. Una de las chicas se ha orinado en el pantalón y el resto se burla. Gritan ostentosamente. Son las tres de la tarde, están alcoholizados. Los inglesitos bien parecidos quieren llamar la atención. Lo logran: son pinguinos. Entro en la catedral y el párroco me sonríe. Es un hombre cálido, de sonrisa amplia. Me pregunta si voy a rezar y le digo que sí. "Good, good", repite. Hago los gestos y rezo, pero no sé bien qué. Creo que rezo por todos los que quedaron, argentinos e ingleses. Al final me doy cuenta de que rezo a medias, por los míos. De regreso, pasando el grocery market, ondea la bandera inglesa en la casa del gobernador (foto). A una cuadra están construyendo la nueva residencia. Aún no está terminada. Dos cuadras más abajo hay otros locales. En la fachada de uno de ellos, la guerra como souvenir: "Danger mines", dice la chapa. Hablo con el encargado. Es un hombre con cara de idiota. Extrañamente, de golpe me pregunta si soy periodista. Me figuro que acaba de adivinarme por la libretita en la que anoto. Le digo que no. Me pregunta en qué trabajo en Buenos Aires y le respondo que soy empleado del Correo Central. Sonríe. No es tan idiota.
Es un día espléndido y ventoso. Seis grados marca el termómetro. Los malvinenses pasan y pasan con sus cuatro por cuatro, algunos hasta dos y tres veces. Ya les conozco las caras. No van a ninguna parte, hacen como que. La jefa del puerto es una mujer regordeta, rubia. Me recrimina con cordialidad porque no le muestro la identificación del barco al salir. "Sorry", le digo. Un negro gordo desbordado en colesterol y triglicéridos me sonríe al marcharme. Quiere disculpar a su jefa y repite dificultosamente mi apellido en el documento: "Thanks, Mr. Buaulez", dice. La letra eñe es lo que los mata, la que tarde o temprano va a terminar por invadirlos.

28 marzo, 2008

Diario de a bordo III

La mañana es límpida y ventosa y sobre el mar moderado del capitán Haavard Las Malvinas asoman imponentes. Impactan. La visión desde el océano de las islas llega cargada con la historia más reciente y uno no puede dejar de pensar en todos esos muertos, en todos. "Usted no tiene escarapela", pregunta sin signos de interrogación un pasajero con voz aporteñada. "No traje", le digo, como avergonzado por la falta. Luego pienso en lo boludo que somos; él primero, yo después por responderle. El barco hace sonar dos ronquidos cortos y se queda como al garete, casi detenido. Luego silencio absoluto. La maniobra es compleja. Para entrar a la bahia de Puerto Argentino hay que recalar lejos. Sobre babor se divisan los primeros tejados: marrón, amarillo, colorado, verde, fucsia rabioso, blanco. Los techos de las casas a la distancia son un ramillete exótico que se va extendiendo de suroeste a noreste hasta terminar en el cementerio inglés, lápidas y cruces que se despliegan a un costado de los antiguas empacadoras de pescado y aceite de ballena de las factorías de principios de siglo. Los grises de los galpones vuelven a cortarse violentamente con los tejados coloridos de las casitas del puerto. En la bahía el mar está picado. Si bien el nombre en inglés es Falkland, el Malvinas nuestro deriva del francés "Lies Malouine", nombre dado a la locación por los franceses, quienes las colonizaron en 1764, estableciendo primero una colonia penal pero abandonándola luego. "No, no traje escarapela", me digo. Pero si la hubiera llevado creo que tampoco la mostraría. No es falta de orgullo, es pudor por todos los muertos. Por todos.
Desde el barco puede divisarse Mount Logdon y los numerosos cerros que rodean a Port Stanley o Puerto Argentino. Se distingue el que creo es el cerro Las Dos Hermanas. Mount Pleasant está más atrás, en la zona del aeropuerto. A tierra hay que llegar en lanchas. Por momentos el viento es tan fuerte que demora las maniobras de amarre. El lanchón intenta tres o cuatro veces. A la quinta lo logra. En el puerto casi no hay demoras, las entregas de pasaporte fueron previas, en el barco, y el chequeo se hizo un día antes, vía satelital. Las autoridades locales exigen pasaporte. Jode. Un par de argentinos se queda en el barco sin poder descender. Uno de ellos parece compungido, el otro recrimina algo a los gritos. En la distancia es una silueta muda. En el puerto hay un espigón nuevo y a un costado el clásico "Wellcome to Falklands". No lo digiero. Estamos a 840 km. al nordeste de Cabo de Hornos y a 300 millas náuticas de la costa patagónica. Casi con seguridad que el capitán John Davis, en 1592, tuvo la misma visión que nosotros cuando las divisó por primera vez: un remanso montañoso en medio del inclemente Atlántico Sur. El nombre primero de las islas fue Davis, en honor a este marino inglés que las descubrió por casualidad luego de separarse de la expedición de Thomas Cavendish. Cavendish exploraba el estrecho de Magallanes e intentaba elaborar una carta de navegación confiable. Davies se separó de él por una tormenta feroz en Cabo de Hornos. Los vientos y las corrientes lo arrastraron hasta el archipiélago. Cuentan que a poco de desembarcar, dijo: "Land of peace". La historia se encargó de desmentirlo.
Saliendo del puerto y tomando por Philemon St., uno debe ascender tres o cuatro cuadras hasta llegar a la lomada. Desde allí se tiene una visión franca del caserío. La visión colorida y exótica se pierde. Las casas son algunas modestas, descuidadas, muchas a medio pintar o descascaradas. Casas obreras en conjunto. Pero en cada vivienda se estaciona una poderosa cuatro por cuatro inglesa, volante a la derecha, range rover la mayoría. En algunas viviendas el abandono contrasta con los vehículos. Se tiene la sensación de estar en un villorio de Inglaterra, marginal. Hay tránsito. Es domingo, pero la llegada del barco pone en marcha los modestos emprendimientos turísticos de la isla: ver pinguinos zonzos, caminar a lo zonzo también pero en circuito ecoturístico. Otras opciones: mostrar los cuadros vivos de algunas zonas de combate, Mount Logdon en particular. El cementerio Argentino está muy alejado, pero a Monte Longdon, lugar de una de las batallas más feroces, se llega caminando. Yacen cantimploras, alpargatas de pibes argentinos, jirones de ropa, platos, cascos de proyectiles. Es un santuario de la mierda de la guerra a cielo abierto. Me vuelvo.

24 marzo, 2008

Diario de a bordo II

Navegamos a unas 35 millas náuticas de la costa. En esa posición, los sonares del barco marcan unos 364 pies de profundidad. En la plataforma del Mar Argentino hay distintos azules, cambiantes. No los determina la profundidad, sí las corrientes. El capitán informa que hay una brisa "moderada" y que el mar es también "moderado". A los dos días de navegar interpreto que para él todo es moderado. Por los altavoces va dando el parte de navegación, luego lo repiten traducido en español, francés, alemán. Con la gente de tripulación que uno hable es todo lo mismo. Sonríen y hacen gestos cordiales, entre ellos hablan en mil dialectos. La mayoría son de Manila, hay unos diez o doce malayos, casi todos asiáticos, otros negros de un negro impecable de las Antillas. Con uno que hablé me explicó que su trabajo estaba en cubierta, en atar con cabos todo lo de cubierta. "In storm", me aclara. Pero a las ocho de la noche inicia siempre su rutina, como si hubiera tormenta donde no la hay. Luego se apoya en el barandal de estribor y fuma pensativo. Se puede fumar en cubierta únicamente, luego apagar en los ash trash y verificar que no queden brasas. La cordialidad de la tripulación es impostada, pero no incomoda. Entre el capitán que afirma que todo es moderado y ellos que dicen "hello" con sonrisa de mart a toda hora, la convivencia es nula y relajante, casi perfecta. A los tres días dormir es todo un hábito también, los remezones suaves y muelles marcan en la oscuridad el estado del mar. Uno lo adivina. A veces aparecen sonidos nuevos y hay que interpretarlos. En el silencio de la noche el casco cruje de diferentes modos, puede ser con sonidos de gotas de agua cayendo sobre un papel, tac tac tac; puede con arañazos cortos y largos. Hay noches, sin embargo, en que dormirse con el bamboleo del mar es como volver allí donde uno ya estuvo. El mar es muy extraño lejos de la playa, hipnótico. Nunca es el mismo. Puede uno quedarse horas y horas admirándolo embelesado. En el barco, en popa, hay una zona llamada "wet view". Desde allí la estela de la nave va dejando una marca de arado en el agua. Cuando rompe, el azul esmeralda resplandece brillante, luego se acomoda y se torna negro azabache. Me tumbo a fumar cada tarde. Imagino que tengo un narguile y que esa llanura de agua hipnótica es un desierto. A la noche ceno siempre con café descafeinado, una tara que adopté de alguien a bordo. No sé de quién, el café descafeinado es infame. Pero no puedo dejar de tomarlo. Debo ser un poco Zelig. Al quinto día ya digo "hello" a todo el mundo y "good morning". Sonrío en filipino y pienso en antillano. Una travesía, al fin y al cabo, es para dejar de ser lo que se es por unos pocos días. Al quinto llegamos a Malvinas. A la madrugada, prudente y moderadamente, el capitán anuncia que ya se divisan las "Falklands o también llamadas Malvinas". Ningún manto de neblina, ninguna canción de fondo.

19 marzo, 2008

Diario de a bordo

Nota I

"El Río de la Plata tiene muchos riesgos, los bancos de arena se mueven constantemente y donde hoy la carta de navegación marca un banco, al rato ese mismo banco ya se ha desplazado", dice el capitán Haavard con acento típicamente yanqui. Haavard ha navegado casi todos los mares, pero recuerda un incidente con uno de los motores en Alaska, un principio de incendio. "Felizmente, pudimos sofocarlo, fue uno de los más serios que tuve". Al capitán, sin embargo, las aguas mansas del río no lo conforman. "Hay corrientes por debajo, son fuertes, el Río de la Plata es siempre una trampa, muchas zonas difíciles por donde la quilla del barco apenas pasa a metro o metro y medio del lecho". Para confirmar las palabras de Haavard, esa noche nos alcanzan dos trombas a la salida de Montevideo. En las imágenes satelitales que llegan al buque se advierten dos tornados. "God's finger", dice un tripulante filipino, mientras las observa en pantalla. Un compañero lo corrige. Ambos sonríen y hacen burlas a la imagen. Son formaciones envolventes, técnicamente trombas, verticales, parecidas al temido "Dedo de Dios" pero sin su capacidad destructora. A medianoche el buque de casi doscientos metros de eslora se remece con golpes secos sobre la quilla, es como si alguien estuviera martillando rítmicamente. El oleaje a la salida del río es fuerte. Dos horas después, en mar abierto y con proa rumbo a Las Malvinas, las aguas están en calma. En cubierta la tormenta se divisa sobre la popa como un oscuro acantilado. Mirando sobre proa, en cambio, el cielo está límpido y las estrellas llenan el cielo. Hay luna. Uno de los pasajeros, norteamericano, pregunta por estribor y babor. Lleva un mapa en la mano y marca concienzudamente la ruta del barco. En el deck 7 están los botes salvavidas, pertrechados con agua y comida para varios días. Cada uno tiene dos motores y una capacidad para decenas de pasajeros. El norteamericano los mira desde abajo, dibuja siluetas de barcos en su cuaderno de anotaciones. Señala uno. "Mío", dice. Antes de zarpar a cada uno de los pasajeros nos instruyen con un simulacro de emergencia. Siete llamados cortos y un llamado largo significa abandonar la nave y tomar posiciones. El chaleco salvavidas se ajusta con dos correas -una a la cintura, la otra sobre el pecho- y un pasador encintado que toma la entrepierna y sube abrochándose en la espalda. Cada chaleco salvavidas tiene luz y un pito que marca la posición en caso de niebla. Babor siempre es izquierda si uno mira hacia proa. El norteamericano me sonríe y dice "Falklands", indicando que Las Malvinas van a aparecer por babor. Tiene la cara picada por viruela y una expresión de asombro, pero triste. Me lo imagino en medio de un naufragio, haciendo sonar el pito y con la lucesita del salvavidas encendida. Ridículo. "La lucesita es para que los tiburones te identifiquen a la hora de zamparte", pienso. El norteamericano sería una buena carnada. Pero en esta inmensidad oceánica nadie es mucho, nadie es nada. Al día siguiente estamos estamos a 220 millas náuticas de Montevideo, a casi 490 de Puerto Madryn y a unas 380 de Malvinas. El mar es de un azul nítido. Por momentos el viento sopla arrachado y estar en cubierta es toda una proeza. Un alemán lleva binoculares y un gorro de colla que le cubre las orejas. Con los binoculares me hace ver la línea del horizonte. "Tankechen", le farfullo, pero no veo ni medio. Él sonríe y me dice que sí, que ve algo. Me insiste. Vuelvo a mirar y nada. "Sí, sí", le digo, para conformarlo. Queda satisfecho. Saca una petaca y la empina. La guarda. No sé qué cosa dice. Tiene los pómulos enrojecidos y la nariz cincelada como a golpes de escoplo. Parece mareado. En un muy rudimentario inglés le digo que para no marearse mire la línea del horizonte. Línea del horizonte se lo digo con el dedo, señalando. Se sonríe. Tiene whisky, no mareo.

01 marzo, 2008

Línea de flotación

Me tomo unos días. Voy a andar por cubierta, anotando quizá desde un ojo de buey. Si puedo voy a ver de subir algunas impresiones. No un diario de abordo, suena grandilocuente. Apuntes quizá, unas pocas puntadas. Probablemente desde Malvinas. O desde más abajo, siguiendo la línea de flotación de la escritura, la única tierra firme. Abrazo a todos.